lunes, 15 de diciembre de 2008

un sábado por la tarde

"No se me ocurrió pensar que estaba repitiendo un recorrido que me había conducido a mi presente estado de abatimiento. Sólo cuando me abrí paso por el inmenso portal del Salón de Baile Itchigumi en la planta baja de un edificio de aspecto demencial, a este lado del Café Mozambique, me di cuenta de que con un estado de ánimo semejante a aquel del que ahora era presa había subido tambaleándome las escaleras empinadas y destartaladas, de otro baile de Broadway y había encontrado a la amada.

Desde entonces no había vuelto a pensar en aquellos antros, donde según vas bailando vas pagando, ni en los ángeles misericordiosos que despluman a sus clientes, hambrientos de sexo. En lo único en lo que pensaba ahora era en escapar por unas horas al aburrimiento, en olvidar por unas horas… y conseguirlo lo más barato posible. No temía enamorarme de nuevo ni echar un palo siquiera, aunque me moría de ganas. Lo único que ansiaba era en convertirme en un común mortal, en un calzonazos, si queréis, que se deja llevar por la corriente. Lo único que pedía era poder sumergirme y chapotear en un estanque de carne arremolinada y fragante bajo un arco iris subacuático de luces mortecinas y embriagadoras.

Al entrar en el local, me sentía como un campesino que acaba de llegar a la ciudad. Al instante me sentí deslumbrado por el mar de caras, por el calor fétido que exhalaban centenares de cuerpos sobreexcitados, por el estruendo de la orquesta, por el remolino caleidoscópico de luces. Todo el mundo parecía a tono con el diapasión febril. Todos tenían expresión intensamente atenta y alerta. El aire crepitaba con aquel deseo eléctrico, aquella concentración extenuante. Mil perfumes diferentes se mezclaban y chocaban entre sí y con el calor de la sala, con el sudor y la traspiración, la fiebre, la lascivia de los internos, pues no me cabía la menor dudad de que eran internos de un tipo o de otro. Internos tal vez el vestíbulo vaginal del amor. Internos pegajosos que avanzaban unos en dirección de los otros con labios entornados, con labios secos, cálidos, labios hambrientos, labios que temblaban, que suplicaban, que gemían, que imploraban, que mordían y maceraban otros labios. Serios, además, todos. Serios como piedras. Demasiado serios, la verdad. Serios como delincuentes a punto de dar un golpe. Todos convergiendo unos sobre los otros en un gran remolino, con las luces de colores jugando sobre sus rostros, sus bustos, sus caderas, cortándolos en jirones en los que se enredaban y enmarañaban, si bien siempre se liberaban con habilidad, al tiempo que giraban por la sala, cuerpo contra cuerpo, mejilla contra mejilla, labio contra labio.

Había olvidado lo que era aquella manía del baile. Había estado demasiado solo, demasiado atento a la pena, demasiado destrozado por el pensamiento. Allí se daba el abandono con un rostro anónimo y sus sueños mutilados. Era la tierra de los pies centelleante, de las nalgas satinadas, de suéltese la melena, señorita Victoria-Nyanza, pues Egipto ya no existe, ni Babilonia, ni Gehenna. Allí los babuinos en pleno celo se delizan por el vientre del Nilo en busca del fin de todas las cosas; allí estaban las antiguas ménades, renacidas con los gemidos del saxo y el trombón; allí las momias de los rascacielos sacan a ventilar sus ovarios inflamados, mientras la incesante música envenena los poros, anestesia la inteligencia, abre las compuertas. Con el sudor y la transpiración, con el nauseabundo y penetrante tufo de perfumes y desodorantes discretamente absorbidos, todos ellos, por los ventiladores, el olor eléctrico a lascivia flotaba como una aureola suspendida en el espacio.

Pasando una y mil veces junto a las tabletas de chocolate con almendras, apiladas unas sobre otras como lingotes preciosos, me rozo con el rebaño. Llueven mil sonrisas de todas las direcciones; alzo la cara como para atrapar las relucientes gotas de rocío diseminadas por una brisa suave. Sonrisas, sonrisas. Como si no fuera la vida y la muerte, una carrera hasta el útero y vuelta otra vez. Palpitación y frufrú, alcanfor y croquetas de pescado, aceite Omega… alas desplegadas y con plumas arregladas, miembros desnudos al tacto, palmas húmedas, frentes relucientes, labios resecos, lenguas colgando, dientes brillantes como los anuncios, ojos despiertos, que se pasean por los cuerpos y los desnudan…ojos penetrantes, unos en busca de oro, otros de un polvo, otros para matar, pero todos brillantes, inocentes y desvergonzados, como las rojas fauces del león, y fingiendo, sí, fingiendo, que es un sábado por la tarde, una pista de baile como cualquier otra, un coño es un coño, sin el boleto no hay nada que rascar, cómprame, tómame, apriétame, todo va bien en Itchigumi, no me pises, hace calor, ¿verdad?, sí, me encanta, de verdad que me encanta, muérdeme otra vez, más fuerte, más fuerte… "

Henry Miller
Nexus

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